Para que en el cielo se baile cumbia. Por Dionela Guidi (Socióloga - UBA)


Ella les habla, primero del amor, de la importancia de hacer “lo que el corazón mande”, después comienza la música y su voz lo colma todo.  Delgadísima, en ropa muy ajustada, sacude el cuerpo al ritmo de “No me arrepiento de este amor”. El público es la población de la Unidad penitencia Nº9 de La Plata y ella es Gilda.
Le gritan, la aplauden, entran en frenesí y hasta se suben a bailar con ella al escenario. En ese lugar olvidado de Dios, Gilda democratizó la felicidad. Los miró a los ojos, les habló, les cantó.

A veinte años de su trágica muerte, el estreno de una película biográfica y un reverdecer de  su música en los medios de comunicación, la recordamos.
Es cierto que a ella no le interesaba el misticismo en torno a su figura, no le caía simpático que le atribuyeran poderes sanadores, pero aún así supo contener el cariño y la fe de sus seguidores.
Seguidores de pueblo humilde, que luego de su muerte, en el kilómetro 129 de la ruta 12 le levantaron un santuario de madera, repleto de posters, cartas, mensajes. Hay quienes le atribuyen milagros. Hay quienes le piden que “baje la inundación”, salud para la familia, trabajo.
¿Porqué una cantante de música tropical puede ser convertida en santa? ¿Qué es lo que moviliza a sus seguidores a “creer” más allá de la faceta musical?
Gilda no tuvo ninguna arista política, ni religiosa, ni nada que se le parezca. Pero podría interpelar a todo el mundo político con sus prácticas. Les habló en un lenguaje claro y sencillo, interpretó sus sentimientos. Pisó su mundo, levantó polvareda en la bailanta. Entendió sus males. Se abrió paso en un mundo de hombres, sin ser el tipo “vedetonga” exhibiendo la carne. Se divirtió con ellos, se rió con ellos, los comprendió porque los conocía.
Si miles de académicos podrían dar cientos de horas cátedra acerca de la representatividad y la identificación, seguro la pifian, porque hablan por encima de los que no tienen voz. Lejos, en sus tribunas teorizan y balbucean sobre la fe de los pobres.
Si miles de mercachifles a la caza de un voto se sacan fotos con pibes descalzos o con una familia en una casa de chapa, podrán ganar una elección (quizás) y hasta ser presidente (Ay!) pero la memoria del amor de un pueblo es otra cosa. Trasciende lo político y a la vez lo contiene. Todo amor es político.
Por eso Gilda. A sus seguidores no les gusta hablar en tono religioso, con dogma y todo, es más simple que eso, la comunicación con ella fue y es directa, cara a cara, aunque no esté.
La eligieron porque se les parece, porque tuvo sus mismos sueños, porque “les hablaba de tirar siempre para adelante”.

Porque tuvo vicios y defectos, porque le cerraron mil veces las puertas, porque no creyeron en ella, porque desafió y salió airosa de su osadía. Porque no entendió la maternidad como un ancla, con eso de que una mujer ya no puede arriesgar si tiene familia.
Quizás por esto y mucho más su presencia perdura más allá de su música.
Insisto, a más de uno que anda por la vida queriendo “intrpretar” a la gente, le vendría bien adentrase en las creencias de un pueblo basadas en el afecto y la horizontalidad.
Que sea un santito “sucio” con barro en las chinelas, distante de estatuas impolutas. Que sienta lo mismo, que sufra igual, que caiga en el “pecado” y se levante.
Y que baile cumbia.   

                                                                                                                                               






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